jueves, 21 de diciembre de 2023

REGÁLALE SUERTE

En una pequeña ciudad de España, llamada Cuenca, donde casi todo el mundo se conocía, vivía una mujer generosa y buena llamada Pilar.

Aquel 21 de Diciembre se levantó muy temprano. Tenía mil cosas que hacer, entre ellas, llevar consuelo a los enfermos crónicos del hospital. O comprarse su sobrio aguinaldo para regalarse un poquito de placer esas Navidades. No mucho alboroto; hacía años que había perdido parte de la ilusión por estas fiestas, que habían sido felices y entrañables hasta que murieron sus padres en accidente de tren y la dejaron

completamente sola. Tenía entonces 20 años y hubo de ponerse a trabajar en casas de familias adineradas para poder subsistir. Gozaba ahora de poca salud y menos dinero, ya que nadie había cotizado por ella. ¡Y menos mal que no era caprichosa! Por eso aún le alcanzaba su pensión para dar alguna limosna los domingos en la iglesia.

Iba embutida en su abrigo gris, muy deteriorado por el uso. Unas botas negras que le llegaban hasta media pierna. Bufanda y guantes del mismo color y el pequeño bolso con fruta o monedas que regalaba al más necesitado. Andaba deprisa por evitar que los copos de nieve cada vez más copiosos le impidieran llegar a su destino. Y, al pasar por un oscuro callejón, oyó algo que la hizo volverse asustada. Primero le pareció un balido de cordero, pero al escuchar con atención lo descartó. Se dirigió hacia el lugar de procedencia del lamento y sus ojos toparon con un bulto cubierto por mantas pequeñitas. Con mucho miedo por lo que pudiera encontrar, quitó las dos prendas que lo tapaban y bajo ellas tocó a una criatura recién nacida.

La señora Pilar, emocionada y llena de ternura, lo
tomó en sus brazos y cubriéndolo de besos lo metió entre sus ropas. Aun sin saber bien qué haría con él, lo primero que se le ocurrió fue vaciar el bolso y dejarlo abierto por si alguien quería ayudarle a sacar adelante esa vida nueva.

A cada transeúnte que encontraba, le decía:

-Regálale suerte.

Unos pasaban sin prestarle atención siquiera; otros la miraban con cara de pocos amigos, sospechando que les tomaba el pelo con bromas de mal gusto. Otros, los menos, observaban al bebé con la incertidumbre reflejada en sus ojos, como preguntándose qué clase de suerte pedía la anciana para él.

El recién nacido lloraba nervioso, buscando aquel pecho materno sin encontrar alimento. Y esos nervios se los transmitía a Pilar, que, junto al llanto de él, sentía el desprecio y la dureza de corazón de la gente que se cruzaba por el camino. Algunos echaban al bolso una moneda. Pero ella sabía que no podría servir para mucho. Sí compraría biberón y leche con lo que le dieran aquellos donativos, pero… ¿y la ropa, el calzado? ¿Y papillas, ropa de cuna? ¿Y la cunita?

¿Pero qué decía? ¿Acaso ella podía criar y cuidar de ese niño, a su edad y con lo poco que ganaba? ¡Imposible! Lo llevaría a un orfanato. Pero… ¿quién lo cuidaría como ella lo cuidaba ahora? ¿Y si se moría allí de frío, de hambre, de… soledad?

Ya no podía más. Había andado mucho y el benjamín lloraba a gritos. Así que iría a comprar lo imprescindible y se lo llevaría con ella a casa por el tiempo que pudiera. Al pasar junto a una administración de lotería, enseñó al dueño lo que llevaba bajo su abrigo y le pidió:

-Regálale suerte, tú puedes.

El hombre soltó una carcajada y negó con la cabeza. Ese niño no tenía edad para jugar a la lotería y seguramente si le tocaba algo, la beneficiaria sería ella.

Pilar, impulsada por la rabia ante aquel juicio infundado sobre su persona, tiró 20 euros en el mostrador con toda la fuerza de que fue capaz, pidiendo inmediatamente un décimo. Lo recogió con asco de las manos del lotero pero su corazón albergaba la esperanza de que Dios la compensara por haber recogido a ese ser indefenso. Marcharon a casa. Lo lavó a conciencia, le dio a chupar del biberón, y el niño quedó al instante dormido en sus brazos. Una inmensa ternura la invadió por completo. Lo cubrió de besos y caricias, hablándole al oído.

Fuera hacía un frío atroz; la nieve había cesado pero el cielo resplandecía con las estrellas más hermosas. La mujer removió ascuas de la lumbre y echó más leña al fuego. Tenía poca pero no dejaría congelarse a ese pobre bebé.

Al poco rato, le entró un sueño feroz.

Entonces cayó en la cuenta de que ni se había comprado los aguinaldos que pensaba, ni probó bocado en todo el día. No importaba; el mejor dulce con que celebraría las Pascuas sería aquel precioso bebé al que pondría por nombre Mateo. Se acostaron los dos en su cama. Había llenado una bolsa de goma con agua caliente y la puso al lado del recién nacido. Se durmieron ambos profundamente pero a medianoche, el niño lloraba y Pilar se sobresaltó. Nunca había pensado ser mamá y tampoco estaba acostumbrada a que nadie la despertara por la noche con lloros. Era hora de mamar, así que le dio otro biberón y se calmó. Solo podría darle uno al día siguiente, no tenía más leche y en su cabeza daba mil vueltas a la forma de poder comprar provisiones para varios días. No podía desprenderse de aquella víctima del abandono, lo amaba ya como hijo propio, como nieto, como sobrino… ¿Qué grado le daría en su escala familiar? No lo sabía pero eso tampoco importaba mucho.

Aquella noche, soñó que los niños del coledgio de San Ildefonso cantarían la lotería de Navidad al día siguiente, y algún premio se llevaría. No quería el gordo, pero sí un premio para ayudarla un poquito.

El sol radiante del día 22, iluminó y dio calor a la habitación, Pilar se levantó, encendió el fuego, puso la televisión y estuvo pendiente de cada número que los colegiales cantaban. Pasó la mañana y casi al finalizar el sorteo, el gordo, perezoso y tranquilón, se hizo oir. A la anciana le faltó poco para que Mateo se le cayera del regazo. ¡Ni una pedrea!, ¡ni un mísero premio era suyo! Lloró, maldijo del lotero, de su mala suerte; renegó de aquellos niños que no cantaron siquiera el reintegro de su décimo, y de lo injusto que era Dios con ella. Porque para sí, insistía, no quería nada; todo sería para su chico.

Tan enfadada estaba, que optó por no dar ni una limosna más. Iría a la parroquia a enseñar orgullosa al que registraría como hijo, y gastaría hasta su última gota de sangre por él.

Alguna vecina que la apreciaba, o le debía algún favor, se ofrecía para cuidar a Mateo si ella tenía que salir, o le daba ropa de sus hijos para él. Así reducía gastos y aguantaba.

Un día que paseaban los dos por la calle, despacito para que el sol acariciase el rostro del bebé y calentara su ánimo, una mano se posó sobre su hombro, haciéndola girarse, y, al ver al lotero, no pudo reprimir un gesto de desprecio. El hombre fue consciente, y abriendo la manita de la criatura, depositó un papel en ella:

-Toma, pequeñín. A ver si hay suerte y te hago rico.

Pilar miró aquel papel al tiempo que se lo devolvía al dueño de la administración con ira. No lo cogería; antes se lo había negado, así que ahora podía volver a guardárselo.

Pero él insistió:

-Cójalo, ¿no pedía que le regalara suerte? Es para él, un décimo de la del niño.

La criatura se revolvía en sus brazos y parecía decirle: “cógelo, mami, cógelo y no seas rencorosa”…. Y ella le hizo caso.

El día de reyes, a la buena señora se le encogió el alma al despertar y ver que ninguno de los dos tenía regalo en los zapatos. Tomó al niño en su regazo, y le habló así:

-Este año no será, mi amor; pero poco he de poder yo si el año próximo no vienen los reyes a casa y te traen lo que tú pidas.

Iba a apagar la televisión para dormir a Mateo, cuando escuchó:

Primer premio: 2925, premiado con….

No escuchó nada más. Abrazó a la vez el décimo y al niño y lloró todo lo que el alma le permitíó. Lloró de emoción, gratitud, arrepentimiento…

Mateo, sonriente, la miraba y movía sus pequeños labios, como diciéndole:

-Mami: las cosas no son a veces como queremos, ni vienen cuando se nos antoja. Tienes que aprender a esperar antes de precipitarte y maldecir.

Y cuando al día siguiente fueron ambos al Banco para cobrar su merecido premio, todos los que allí se encontraban los felicitaron sinceramente, llenando al niño de caricias y expresando buenos deseos para ambos.

Lo primero que hicieron al salir de allí, fue ir a la Parroquia para confesar ella su arrepentimiento ante el Cura, y ofrecerle el niño al Señor pidiéndole su protección.
María Jesús Cañamares Muñoz



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