lunes, 28 de noviembre de 2022

LA VOZ DEL SILENCIO

 El dulce sueño que me envolvía se vio alterado, de pronto, por la alarma de mi iphone, que hacía días había puesto para que me avisara de… no recordaba qué. Mi cuerpo,  al notar las incesantes vibraciones, sufrió una sacudida que me hizo saltar de la cama adormilada todavía, No

escuchaba nada, pero sí sentía esas vibraciones cada vez más rápidas. Con ayuda de una línea braille busqué el botón parar. Con el tacto leí en el display del aparato:  “entrevista de trabajo a las 13 horas. Lugar, hotel  “Sol Madrid”.

¡Ah, ya, ahora me acordaba! Había llamado a tantas puertas que ni siquiera sabía para qué clase de ocupación me llamaban a entrevistar. No tenía la menor esperanza de encontrar una colocación digna. Y todo, porque soy sordociega. Eso sí, una sordociega sin complejos.

Me vestí rápidamente, y antes de salir, envié un whattssap a FASOCIDE para pedir el servicio de guía-interpretación, algo imprescindible en estos casos en que nunca se sabe la que nos pueden liar los empresarios con tal de descartarnos como candidatos al puesto de trabajo, con el argumento de que “no vemos” y “no oímos”. Sabiendo que podían denegarme ese servicio por no haberlo pedido con antelación, me arriesgué a ello aduciendo la mala jugada que me había hecho mi memoria. Como ya me conocen allí, me llevé, además de una pequeña

reprimenda, un guía-intérprete guapo y eficaz. Conecté mis implantes cocleares, cogí nerviosa el bastón rojiblanco que siempre me acompañaba en los desplazamientos, y me dirigí lo más veloz que pude al lugar donde debía encontrarme con el profesional.  Y juntos acudimos a la cita. Por el camino me iba describiendo el estado del cielo, los paisajes o las incidencias del tráfico. Y a la vez, me infundía todo el ánimo posible para que respondiera correctamente a las preguntas sin que me delatara el nerviosismo.

            El señor trajeado y serio que nos atendió, tenía cara de pocos amigos. Así me lo transmitió mi intérprete por lengua de signos apoyada. Y yo volví a activar la alarma del cuerpo para no caer en descortesía por muchos dardos que él me tirara. Recordé que era sordociega y mujer, que me entrevistaba un hombre nada asequible, y que podía esperar cualquier cosa. Las preguntas se sucedían rápidas como la luz y tontas como las que más, pero yo tenía la respuesta en la lengua antes de que él las formulase. Acompañaban al supuesto empresario otras dos personas, pero por lo que yo percibía en el ambiente, ninguno tenía el más remoto conocimiento del mundo de la sordoceguera y según me traducía Dani, me miraban con ojos como platos cada vez que respondía a una interrogante de las mil que me hicieron.

Por la número cincuenta íbamos, cuando el señor trajeado me espetó:

            -¿Eres feliz con tu ceguera y tu hipoacusia?


Atónita pero rotunda, respondí que era plenamente feliz. Me gustaba ser sordociega, no ciega e hipoacúsica. Porque podía buscar el silencio y la oscuridad absolutos cuando los necesitara, con solo apagar mis implantes. O sentir el ruido y los sonidos cuando se me antojasen con solo encenderlos.

Hubo un silencio eterno durante el cual, ni siquiera mi guía intérprete traducía nada. Y por fin, uno de los presentes dijo:

            -No entiendo cómo le puede gustar ser sordociega. Cómo es feliz sin ver ni escuchar.

            No pude reprimir mi sarcasmo y pregunté:

            -Señor: ¿a usted, qué le gustaría más?: ser hipocondriaco; pagar una hipoteca; padecer de hipos o ser hipoacúsico.

Las carcajadas resonaron en la estancia y llegaron, seguramente, a todas las dependencias del hotel, ya que en un momento, varias voces y miradas se sintieron en torno a nosotros. Daniel no podía transcribir lo que allí sucedía, le temblaban las manos y el cuerpo víctima de un ataque de risa. Pero yo no obtenía respuesta para mi interrogante.

            -¡No sabría qué responder, me ha dejado sin palabras! –dijo el señor interpelado por mí. La respuesta fue dirigida a mi guía intérprete, y simultáneamente, transcrita a mi mano por él. La situación sorprendió a todos, pero rápidamente yo aclaré que los profesionales que nos asistían eran la voz del silencio porque a través de sus ojos y oídos, nosotros salíamos hacia la luz y los sonidos.

            -Bien -le dije sonriendo-, pues yo no tengo duda de que me gusta más ser hipoacúsica. Los hipos son muy molestos y es vergonzoso que en el silencio de una iglesia, padezca un ataque de ellos que haga tambalearse a todos los santos.  La hipocondria es una gran desgracia mental y esa sí impediría encontrar un puesto de trabajo.  La hipoteca me privaría de caprichos y solo trae a Hacienda detrás de nosotros.  Con la hipoacusia, no tengo más problemas que los que ustedes, los que ven y oyen,  quieren ponerme. Y que, con ayuda humana y tecnológica, vamos derribándolos día a día.

Silencio, un silencio de tumba invadió la sala. Por fin, escuché  cuchicheos, y Daniel escribió en mi mano mediante el dactilológico:

            -¡Admirable! No puede negarse la aptitud inmejorable que

demuestra para ocupar un puesto. Además, ya le ha negado bastante la vida. Creo que me voy a quedar con ella, al menos un tiempo.

            -Entonces, ¿Cuándo debo empezar? –pregunté sin poder contenerme.

Mis interlocutores no salían de su asombro, y, poniendo los ojos en blanco, alguien dijo:

            -¡Callar, que los sordos escuchan! 

María Jesús Cañamares Muñoz


lunes, 21 de noviembre de 2022

TÚ Y YO

 

Aquel día, al llegar al trabajo, mi corazón dio un vuelco. No sé por qué, intuía que desde ese momento, tendría que pasar por situaciones insospechadas. Recorrer caminos tortuosos y cumplir una misión nada fácil.

 Los encontré en el jardín. La primavera se hallaba en todo su esplendor, exhibiendo flores variadas, mariposas de mil colores que iban y venían en busca del néctar. Pájaros que trinaban haciéndose la competencia en un concierto sin igual.

 Era el mes de mayo y ellos jugaban a la margarita. A la vez que la deshojaban, decían: “me quiere; no me quiere”, La última hoja acabó en “me quiere” y sus rostros irradiaban una felicidad que contagiaba. Hacía meses que se les veía pasear de la mano por cualquier lugar, del Centro de limitados intelectuales, o de fuera. Y si una se paraba cerca de ellos, solíamos escuchar a Julián susurrarle a ella: “Tú y yo…”

 Esa tibia mañana, llegaron más lejos. Él la cogió por la cintura y comenzó un intercambio de besos apasionados, ojos cerrados, lenguas que recorrían la boca amada… Y en las pausas que se concedían para tomar aliento, le decía, estrechándola cada vez más fuerte contra su pecho:

 -Tú y yo tenemos que luchar sin descanso para defender nuestro amor. Para que nuestras vidas acaben juntas. Tú y yo tenemos que casarnos, por derecho y por amor... Ella afirmaba con la cabeza, pero en el fondo tenía miedo. Miedo al futuro, a las familias, a la Sociedad que siempre los miraba de forma “diferente”. Antes de que pudieran llegar a algún punto peligroso, me acerqué y traté de llevarlos junto al resto de compañeros. No sabía cómo hacerles ver que ese comportamiento delante de todo el mundo, no era correcto. Hice acopio de valor y les amonesté: -¿Pero qué hacéis? ¿No sabéis que os mira la gente y eso no está bien? Se miraron, y después, me miraron a mí. En aquella mirada había indignación, reproche. Pero nadie habló. Se separaron y cada cual ocupó su lugar en el taller. Julián pintaba maravillosos cuadros que luego vendía. Primero creaba bustos o figuras desgarbadas, pero con el tiempo adquirió una maestría inusitada que le llevó a exigirse cada vez más

perfeccionamiento, y sus pinturas llegaron a ser expuestas junto con los de pintores famosos de Cuenca y provincia. Anna se extasiaba mirando aquellos lienzos e intentaba convencerlo para que le dedicara uno, pero él siempre le decía que para ella, nunca pintaría el lienzo adecuado porque la figura más valiosa era ella misma. Sin embargo, a mí me daba la sensación de que ocultaba algo. Sospechaba que en algún lugar, él estaba preparándole una gran sorpresa. Anna en cambio, se decantaba por la cocina. Su madre siempre la vio como al resto de hijos, preparándola  a conciencia para que, si deseaba independizarse del hogar familiar, supiera desenvolverse lo mejor posible en la vida.

 Desde que comenzara el horror de la guerra con Rusia, madre e hija vinieron a refugiarse en España dejando a su padre y 3 hermanos más combatiendo por la patria. Estaban en casa de unos parientes y mientras

la madre trabajaba en lo que le ofrecían, la joven practicaba la gastronomía española, unas veces en casa de esos parientes y otras aquí en nuestros talleres, siguiendo un programa de capacitación. Así, a veces, nos traía dulces confeccionados con esas manos tan finas con que la Naturaleza la había dotado, haciendo las delicias de compañeros y profesionales. Cada manjar era para ella un triunfo, y para Julián, la ocasión perfecta de abrazarla y besarla con el pretexto del agradecimiento. De la familia del chico, poco sabíamos. El padre jamás vino para interesarse por sus progresos y la madre desapareció del hogar nada más darlo a luz. Era hijo único, y a sus 25 años, no sabía lo que era una familia unida y sólida. Para el día siguiente, habíamos preparado una visita al Parque Natural del Hosquillo. A las 10 de la mañana, todos estábamos subiendo al autobús que nos había de llevar. En el móvil de Julián se escuchaba a todo volumen la canción de José Luis perales titulada Entre tú y yo, y, naturalmente, todos sabíamos la intención con que la puso. “Entre tú y yo Hay algo más que la complicidad Hay algo más que amor, hay algo más…” Anna se había sentado a su lado, más guapa y feliz que nunca. Lucía un vestido rosa con escote y sin manga, y sujetaba su cabello, negro como el azabache y largo hasta cubrirle la cintura, con una diadema del mismo color. Se cogieron de la mano y así recorrieron los 46 kilómetros que duraba el viaje; riendo, cantando, hablándose con los ojos más que con la boca… ¡NO he visto jamás almas más compenetradas y cuerpos más ardientes que los suyos! Me causaban a la vez, miedo y admiración. Al legar, visitamos el Museo, el Centro de Interpretación, y los distintos recintos donde se ven animales en condiciones de semilibertad (ciervos, muflones, lobos. Por último vimos  el Rincón del Buitre y el recinto de los osos. Y fue aquí, donde tuvimos un espectáculo divino que recordaríamos por muchos años. Las hembras estaban en celo y los
machos las cortejaban con mucha galantería y tesón. Por un instante, observamos cómo uno de ellos había logrado conquistar a su osa y ésta se rendía ante tales requiebros de amor. Los chicos no se movían; aquel mágico momento querían grabarlo en sus retinas para siempre. Las chicas se miraban y  hacían señas, dirigiendo todos los ojos hacia Anna y Julián, que en ese instante se abrazaban con verdadera pasión y sonreían con complicidad no disimulada. Uno de mis compañeros se acercó y me dijo:

 -Estos chicos no saben comportarse. Algún día tendremos problemas si no los separamos. Esto lo tenemos que arreglar tú y yo.

No le respondí. En el fondo pensé que no había nada que arreglar. Que los jóvenes estaban enamorados y eso solo a ellos concernía. Sin embargo, les hablaría en cuanto llegáramos a clase al día siguiente. No hizo falta esperar. En el coche, de regreso a casa, Julián me pidió sentarse junto a mí, y sin preámbulos, me lo confesó:

-Lo siento, profe. No me porté bien para algunos. Pero no me arrepiento. Tú tienes pareja e hijos, ¿verdad? La pregunta me sorprendió, pues de sobra conocían ellos a mi familia. Pero afirmé con la cabeza ya que la emoción no me dejó hacerlo con la boca.

-Y supongo que también os besáis, os acariciáis… Y hacéis el amor…

 -¡Basta!, esas cosas son íntimas y no se preguntan. Ve a pintar y procura que no sepan todo esto tu padre o la madre de Anna. Tampoco aquí en el cole, porque podría costaros algún castigo.

 -¿Por qué? ¿No tenemos derecho a ser felices, a enamorarnos, casarnos y formar nuestra familia como vosotros? ¿Acaso somos diferentes? No, no lo somos. Ella es tan mujer, tan hembra como tú; yo, tan hombre, tan macho como tu pareja. La diferencia la marca esta sociedad que no nos quiere admitir en su seno. Pero aquí estamos, y no tendréis más remedio que aceptarnos con nuestras carencias y virtudes, igual que nosotros encajamos las vuestras.

Ante tales argumentos, quedé anonadada, sin encontrar una respuesta que al menos aplacara ese momento de indignación fundada. Pero, ¿qué podía yo hacer en favor suyo? Estaba sola ante el peligro. No quería enfrentarme a las dos familias sin el apoyo de la Dirección o de algún compañero. Pero tenía claro que sí quería ayudar a estas dos almas que merecían ser felices. Pedí al chico que repitiera todo el discurso anterior para grabarlo en mi móvil y poderlo mostrar después en caso necesario. Le prometí ayudarles y ambos nos separamos amistosamente. Aquella noche, y las diez siguientes, no me fue posible conciliar el sueño, dándole vueltas a mi misión en favor de aquella pareja que día tras día, imploraban comprensión y apoyo. Hasta que, tras mucho pensar, decidí la fecha perfecta para mi papel en la comedia:

El día en que Anna cumplía 22 años, habría de intentar darle el mejor regalo de toda su vida.

Lo que no podía yo sospechar, era que ellos, también me darían la mayor sorpresa que jamás he recibido. Julián y yo habíamos reservado un lugar romántico para la fiesta.

Al padre de él le pedimos que, por una vez en la vida, fuera con su hijo a una entrevista muy importante para él. Alguien le quería dar una oportunidad laboral y era conveniente acompañarlo al encuentro. ¡Solo yo sé cuánto le rogué hasta convencerlo!

La madre de Anna, sabiendo que era el cumpleaños de su hija y que yo quería hacerles un regalo, no puso objeción alguna a ir con ella al Piola Gastrobar que se hallaba en la calle San Pedro del Casco Antiguo, en una de las zonas más históricas de la ciudad.

 Allí nos encontramos a eso de las 8 de la tarde. Anna tenía mala cara, aunque su alegría y vitalidad eran las de cada día. Julián en cambio, estaba serio, grave, como si fuera a tomar una gran determinación. Los padres se saludaron con un apretón de manos tras ser presentados por sus respectivos hijos. Y yo fui efusivamente abrazada y besada por todos, como si con esos abrazos quisieran pagar mi apoyo a los chicos. NO me olvidé de aquella nota de audio que un día grabé sin que él lo notara. Si hacía falta, con ese audio quedaría todo dicho y yo me libraría de tener que enfrentarme a los progenitores de ambos para reivindicar su perfecto derecho de unirse para siempre. La cena fue exquisita; el lugar, de encanto. Y al terminar el postre, Julián entregó a Anna una caja enorme. Intuí que albergaría el lienzo que ella tanto deseaba que le dedicara. Pero al desenvolverlo, la decepción fue tan grande, que al verla reflejada en mi cara, todos rieron a carcajadas. Por fin, de aquella caja tan desmesurada, salió… ¡un precioso anillo de prometida! Al verlo, ambos padres protestaron a la vez:

 -¿Qué significa esto, hijo? ¿Crees que tú puedes mantener y cuidar a una chica? ¿No tenemos ya bastante contigo y en tus condiciones?

 La sangre me hervía de rabia e impotencia. Esperé el turno de la madre de Anna antes de hablar yo.

 -¿Pero estáis locos? ¿Cómo se os ocurre que…

 No le dejé acabar. No pude más y saqué el teléfono, mostrándoles el audio con la voz del chico, quien  estaba poniéndole el anillo a su amada tranquilamente. Al escuchar unas razones tan llenas de lógica, y ver una tenacidad grande por parte de la pareja, el padre de él se levantó del asiento, y con respeto pero sin aprobar aquella relación, quiso marchar. Entonces Anna, sujetándolo por un brazo con dulzura, le suplicó que esperase algo más. Cedió. Ella me miró, y con un gesto de la mano, señaló su vientre.

 -Vamos a la catedral, profe.

 -Está cerrada –le respondí-.

 -No importa, Dios escucha bien, aunque las puertas no se abran. Y yo tengo algo que decirle. Al llegar a la Catedral, la joven se abrazó a su novio y le dijo:

 -Cariño: dentro de siete meses ya no seremos “tú” y “yo”. Seremos tres: yo, tú y él o ella.

Seguía con una mano en las entrañas, y aquella fue para todos la mayor alegría y sorpresa, que podíamos recibir. La vitoreamos,  abrazamos, acariciamos su abdomen en busca de la certeza. Pero aún no se notaba ninguna señal de que allí se estaba formando otra vida. En ese instante, todos nos preguntamos a la vez cómo y dónde habría pasado. Si la pareja lo sabía, nada dijeron. Lo único que pudimos saber fue que ese nuevo ser que vendría al mundo en pocos meses, había sellado su amor; había conseguido demostrar al mundo que nadie es diferente, que todos podemos, con ayudas o sin ellas, cumplir los retos más difíciles que la vida nos ponga. Ellos montarían un negocio que llevarían entre ambos, una empresa de catering que el joven montaría con sus ahorros y donde Anna mostraría las habilidades culinarias. Su madre cuidaría al bebé mientras llegaba la edad de escolarización, y después, se uniría a la empresa para trabajar.

 Y yo… Yo les dejo con el enorme orgullo de ser testigo y partícipe en esta preciosa historia de amor, que nos debería dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿Por qué los llamamos  “diferentes”?

María Jesús Cañamares Muñoz