... había precisado en alguna ocasión ayuda psicológica. Me
respondió que tratara de imaginar a una persona que ni ve ni oye frente a
alguien que trabaja fundamentalmente con la palabra. Maldición, me dije, otra
vez había olvidado que el problema de Daniel era doble.
Aun así, añadió que fue, en efecto, a un psicólogo tras la
disolución de su primer matrimonio, pero no pudo resistir mucho tiempo porque
tenía que acudir, lógicamente, con un guía intérprete, lo que hacía casi
imposible el tipo de comunicación personal que debe establecerse en tales
consultas. Me contó también que era muy difícil encontrar sordociegos sin
tratamientos antidepresivos o sedantes, sobre todo si no llevaban una vida muy
activa. "Tengo la vaga duda", añadió, "de si mi médico
oftalmólogo añadía al tratamiento de los ojos algún calmante para paliar mi
angustia en los tiempos de mis operaciones". En general, Daniel rechaza
los antidepresivos porque le hacen sentir raro, como si fuera otra persona.
Sospecha, por otra parte, que la pasividad de muchos sordociegos proviene de
este tipo de tratamientos, aunque se trata de un colectivo con el que es muy
difícil realizar estadísticas.
En esto, llegamos a su parada, porque Daniel se levantó y se
colocó cerca de la puerta. Lo seguí y bajamos en un lugar completamente
desconocido para mí y donde además no había un alma. Sin ser de noche, la tarde
tenía ya ese tono turbio que precede a la oscuridad. El sordociego tanteó con
la punta del bastón los límites de la marquesina del autobús y fue a tropezar
con un contenedor de zapatos viejos que tapaba casi toda la acera y cuya
presencia me pareció que le extrañaba (quizá lo hubieran colocado a lo largo de
esos dos meses que había vivido en otro barrio). El caso es que el contenedor,
deduje yo, lo desvió de su rumbo y comenzó a errar peligrosamente de un lado a
otro. Se me había dicho que no me acercara a él a menos que se encontrara en
una situación dramática, pero miré a mi alrededor y, al no ver a nadie capaz de
ayudarle, me aproximé y tomé su mano, en cuya palma escribí con mi dedo índice:
"Te has desorientado". Daniel asintió, añadiendo
que llevaba mucho tiempo sin hacer ese camino. Lo conduje de nuevo a la
marquesina, cuyos alrededores exploró en esta ocasión con más detenimiento para
tomar al fin el camino correcto. Cuando llegó al portal de su casa, me acerqué
de nuevo a él, le toqué y nos dimos un abrazo de despedida a lo largo del cual
yo pronuncié absurdamente unas palabras.
Más información: páginas web de la Asociación de Sordociegos
de España
y de la ONCE
(www.once.es).
Si no tienes otra cosa mejor que hacer, date una vueltecita
por
O por
Las parcelillas cibernéticas del que se licenció en Historia
para vivir del Cuento o del que viviendo del Cuento se doctoró en su propia
Historia.
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