Tras el desayuno, Daniel salió a la terraza a fumar un
cigarrillo. Comenzaba un amanecer que él no veía, al tiempo que desde el fondo
de la calle llegaba un ajetreo de automóviles que él no escuchaba. Mientras
Helen y Natalia recogían la mesa, yo observaba al sordociego desde el salón,
fascinado por su hermetismo, intentando ponerme en sus zapatos. Pensé en su
cuerpo como en un ascensor sin puertas y tuve una ligera reacción
claustrofóbica. Él, ajeno a mi presencia, como una isla en medio del mundo, se
llevaba el cigarrillo pausadamente a la boca, se tragaba el humo y lo expulsaba
con la elegancia con la que en general realiza todos sus actos.
Aunque en negociados distintos, Daniel y su mujer trabajan
en el mismo centro de la ONCE, al que acuden juntos en el coche cada mañana,
después de que Helen haya dejado a la niña en el colegio, que está muy cerca de
la casa. Por la tarde, él regresa solo en el autobús, pues no quiere perder la
autonomía y la libertad conquistadas a lo largo de los últimos años. Aquel día
acompañamos todos a Natalia al colegio y luego cogimos el coche. Helen conducía
con la mano izquierda, mientras que con la derecha traducía sobre la mano de
Daniel, que iba a su lado, mis comentarios y le ponía al corriente de las incidencias
del tráfico. Le pregunté por sus recuerdos auditivos y me respondió que, aunque
eran muy vagos, a veces fantaseaba con la idea de recuperar el oído e imaginaba
con emoción la posibilidad de escuchar música.
"Mi padre -dice- tenía muy buena voz y cantaba en el
coro de la iglesia. Yo estaba siempre allí, y es lo único que recuerdo.
En cuanto a su memoria visual, la recupera sobre todo en los
sueños. Cuando sueña, ve a las personas con el rostro que tenían antes de que
él perdiera la vista, hace ya más de veinte años. A su mujer y a su hija no las
ha visto nunca, de modo que cuando sueña con ellas, no consigue distinguir su
rostro.
Ve caras borrosas.
"Cuando veía -añade-, era un buen fisonomista y me
bastaba ver a la gente una vez para reconocerla. Hacerse idea de cómo es una
persona con sólo darle la mano no es fácil. No obstante, yo puedo percibir a
través de la mano algunas emociones. También soy capaz de calcular la estatura
y la complexión de quien me saluda.
Esa mañana visité, en compañía de Daniel y de Yolanda de los
Santos, su guía intérprete, una unidad de escolarización de niños sordociegos
(algunos de ellos, congénitos) dependiente de la Unidad Técnica de Sordoceguera
de la ONCE, de la que es responsable el protagonista de estas líneas. Había
seis o siete niños atendidos casi por el mismo número de profesoras, pues la
atención debe ser prácticamente individualizada. Cuando les comunicaron nuestra
presencia, se levantaron para tocarnos. Resultaba evidente la naturalidad con
la que se dejaba tocar Daniel y la barrera involuntaria con la que se
encontraban al acercarse a mí, cuya rigidez sin duda percibían. Evoqué con
sentimiento de culpa un texto del propio Daniel según el cual el uso constante
del tacto para obtener información del entorno es fundamental, pues desarrolla
en estas personas hábitos nerviosos, cerebrales y musculares que mejoran la
capacidad de acceso a la realidad, llena de espacios vacíos, de agujeros,
provocados por la falta del oído y de la vista.
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