Como cada
mañana, Cati y Alina salieron a la calle, dispuestas a luchar una vez más con
las inclemencias del cielo para ganarse unos euros que les permitan malcomer, y
también alguna bronca de los municipales por su venta ambulante. Cati siempre
fue una mujer, maltratada por la vida y los hombres que hicieron de su cuerpo
la mercancía para sus insaciables deseos carnales.
Alguien la trajo de Rumanía
como a tantas otras chicas, prometiéndole un trabajo digno con un sueldo
inmejorable, pero esa promesa todavía hoy sigue en el aire. Pasó por muchas
ciudades, por muchas manos masculinas; y fruto de ese tránsito vino al mundo
una niña a quien bautizó como Alina cuyo
padre jamás quiso darle sus apellidos.
Cuando su “jefa” se enteró del embarazo
la recriminó por incauta y la dejó en la calle, sin más compañía que la de su
propia sombra. Pasaba días y noches herrando por esas calles de Dios llamando a
las puertas, pidiendo un bocado, ofreciendo sus servicios para trabajar en
algún oficio que no fuera como el anterior.
Dormía a veces
sobre un banco a plena luna, otras, en casa de algún compatriota con más suerte
que ella, pero poco tiempo tardaban en negarle hospitalidad alegando cualquier
pretexto, y ella se veía de nuevo en la calle sola y sin futuro.
En su último
mes de gestación, encontró un centro de acogida que fue su hogar y el de Alina
por un tiempo. Allí pasaron su primera
Navidad, exenta de familia, de regalos, de amor… La segunda fue todavía más
triste, porque la niña enfermó gravemente y hubieron de pasarla en el hospital.
Y esta tercera, cuando la pequeña ya tenía 3 añitos, ¿dónde la pasarían?
PAPANASIS |
Por el momento,
su amiga Camelia, la única en quien confiaba y le encomendaba el cuidado de su
hija mientras ella se iba a vender “papanasis”, “cozonac”, castañas, hijos secos o uvas pasas, le había prestado una
pequeña habitación de su reducido hogar para que al menos tuvieran un techo
donde cobijarse, pero le había advertido que no sería por mucho tiempo ya que
se iba a traer a parte de los suyos a España.
Camelia fue quien le sugirió la
idea de cocinar los “papanasis” y “cozonac” en su casa y venderlos junto con algunos dulces más en
estos días, siquiera para ganar el sustento. Así pues, salía con sus cajas
colocadas en un carrito por la mañana y volvía a casa cerca del anochecer,
exhausta por el cansancio y a veces sin una miga de pan en el estómago pues lo
poco que ganaba de la venta tenía que invertirlo en la compra de víveres para
su hija e ingredientes para cocinar ella misma los famosos pastelitos que
vendería al día siguiente.
COZONAC |
A veces Alina se
ponía a llorar cuando la oía marcharse y no tenía más remedio que volver a por
ella y llevarla consigo. Era entonces, por increíble que resulte, cuando Cati
tenía más despacho, ya que la dulce Alina repartía sonrisas y saludos por
doquier, atrayendo a los transeúntes con su gracejo y su media lengua. Así, se
acercaban para jugar un momento con ella y de paso comprar algunos de los
manjares que ofrecía su madre. Pero otras veces la chiquilla tenía frío,
hambre, o sueño y solo quería estar en los brazos entonces Cati acababa volviendo con ella y la mercancía
restante a casa.
Uno de esos
días, la mujer estaba distraída pesando dulces a una anciana, cuando oyó cómo
un hombre hablaba con Alina pidiéndole que le diera uno. La niña, con su
inocencia tendió su manita hacia él y le ofreció el pastel.
-¡Está
delicioso; muchas gracias, monina! Ahora tenéis que iros de aquí
inmediatamente.
Cati al oir esto
se volvió como por un resorte y vio a un Municipal con su pistola al cinto que
la miraba reprochándole con blandura que vendiera en la calle sabiendo que
estaba prohibido. Al quedar frente a frente los dos se miraron estupefactos; se
reconocieron mutuamente y Ella, con lágrimas en los ojos que bajó hasta el
suelo, le acertó a decir:
-¡Vaya, sigues
igual! Creí que ya nunca se iban a cruzar nuestros caminos, pero ya ves, el
mundo es un pañuelo y el destino nos ha puesto frente a frente: tú, con tu
flamante uniforme, tu arma y tu descaro echándome de aquí ignorando mi pobreza.
Yo, con una niña a quien sacar adelante. Seguro que tu casa es un palacio mientras
que nosotras no sabemos todavía dónde podremos pasar estas tristes fiestas. El
policía también la había recordado al instante. Habían tenido momentos íntimos,
y aunque nunca la maltrató, tampoco guardaba ningún grato recuerdo.
Cati siempre pensó
que fue una más de las muchas que acogieron sus brazos.
Pero ahora que la volvía a ver en esta situación precaria, con una criatura
indefensa y sin hogar, se sentía avergonzado de haberlas importunado. Acarició
a la niña en la mejilla, la miró a ella y le suplicó con los ojos el perdón; él no quería molestarla y
comprendía su necesidad y sobre todo la de la pequeña pero tenía que cumplir
órdenes supremas.
Cati pudo por fin despachar a su única cliente y cogiendo a
su hija junto con sus bártulos emprendió el camino hacia otra esquina esperando
no ser interceptada de nuevo por los guardias de seguridad. Acabó allí su venta
y se dirigía a casa, cuando a pocos metros de distancia, un hombre alto y
fornido se les acercó; era él otra vez, las estaba siguiendo. Ella trató de
acelerar el paso temiendo que les hiciera daño pero él dio una gran zancada y
se plantó delante; ahora iba de paisano:
-Cati, no te
asustes, esta vez no voy a echaros de
ningún sitio sino que vuelvo a ofreceros mis disculpas por lo ocurrido esta
mañana.
-No te
preocupes, ya estás perdonado, entiendo que debo cumplir la ley pero a veces la
necesidad me obliga…
Ya no pudo decir
más, los ojos se le llenaron de lágrimas contagiando a la niña y al hombre que
tenía al lado, conmovido de pies a cabeza. A los pocos minutos él les ofreció:
-Vamos a entrar
en Navidad, ¿Querríais venir a cenar conmigo la noche de Nochebuena?
Cati negó con la
cabeza mientras que Alina afirmaba con la mirada.
-Gracias,
tenemos una habitación en casa de una compatriota y aunque la cena será muy
modesta podremos acostarnos con el estómago lleno, pero agradezco tu generosidad.
-Piénsalo un
momento, te lo ofrezco de corazón. Estoy solo y hace ya muchos años que para mí
dejó de celebrarse la Navidad, suelo irme en esos días a algún lugar recóndito
donde nadie me imponga obligación alguna. Pero estoy dispuesto a sacrificarme
para resarciros del mal momento que os he hecho pasar. No me lo niegues, mi
casa es sencilla pero acogedora. ¿Verdad que tú sí quieres venir conmigo, nena
linda? Por cierto: ¿cómo te llamas?
-Sí, sí, vamos,
Yo me llamo Nina, y mami Cati –chapurreó mientras tiraba de la mano al policía.
-¿Nina dices?
–preguntó extrañado.
-Se llama Alina
–respondió su madre en nombre de la niña. Ésta seguía aferrada al brazo de Miguel,
pero la mujer, tímida por naturaleza y desconfiada por prudencia, prefirió
aplazar la visita.
-vamos, Alina, es tarde. Ya iremos algún día.
Él prometió ir a
recogerlas en su coche cuando quisieran ir; tomó el número de teléfono de Cati,
despidiéndose de la pequeña con un beso paternal.
Cuando llegaron
a casa de camelia y le contaron lo sucedido, ésta sonrió maliciosamente y les
dijo:
-Bueno…, al
menos podríais cenar una noche decentemente, además…, en fin, yo te iba a decir
que fueras buscando algún sitio donde poder pasar las Pascuas, porque nosotros
tendremos visitas y necesito la habitación.
Cati se quedó
pensativa y al cabo de unos minutos dijo tristemente:
-Podías haber
avisado con más tiempo.
Aquella noche no
preparó nada para venderlo al día siguiente; no tenía fuerzas, pero sí otros
preparativos para marchar con su hija hacia Dios sabe dónde.
El día 23 amaneció con los
árboles y el pavimento cubiertos de nieve cual un manto blanco que la naturaleza
quiso regalar a la ciudad. Cati y Alina se vieron obligadas a permanecer en
casa de Camelia, era imposible salir a la calle ya que el espesor del manto de
nieve crecía cada vez más conforme pasaban las horas.
La mujer se sentía
desolada, su amiga necesitaba la habitación, ella no podía salir para buscar
otro refugio… Recordó por un instante al hombretón que les había ofrecido su
casa para ir al día siguiente a cenar pero su sensatez la volvió a la realidad:
solo ofreció la cena de esa noche, nada más.
La nieve seguía
cayendo con intensidad sobre los tejados, allá a lo lejos, se oían villancicos
que seguramente cantaban los niños del colegio de Santa María, próximo a la
casa de Camelia. Cati lloró desconsoladamente pensando lo difícil que sería
ingresar a su hija en uno de esos colegios y darle una educación. Ella no podía
costearlo a menos que cambiara mucho su situación laboral. Había que comprar
ropa nueva, zapatos, material didáctico, comida… demasiados gastos para tan
reducidos ingresos.
Aquella noche de
sombríos pensamientos, madre e hija cenaron en compañía de Camelia y su familia
por última vez. Cati preparó una maleta con los pocos enseres de ambas y
anunció que el día siguiente temprano dejaría la casa, agradecida, sí, pero muy
triste. Camelia le preguntó dónde irían y ella, resuelta, firme, respondió:
-A nuestro país;
al menos allí tengo a mi familia que cuidarán de la niña mientras yo busco
donde emplearme. Aquí no tengo nada, allí tampoco, pero en España estamos
solas.
-¿pero no habías
quedado en cenar mañana con ese señor que dices haber reencontrado? ¿Cómo vas
ahora a irte sin siquiera decirle nada?
-No te
preocupes, ya se buscará otra compañía.
Se acostaron temprano y Cati no dormía dando vueltas en su cabeza al
viaje y el recibimiento de su familia cuando vieran que solo tenía el dinero
justo para el desplazamiento y no podía aportarles nada. Ya de madrugada el
sueño la venció.
La despertó al
día siguiente el sonido de su teléfono, que respondió aún soñolienta. La voz
del interlocutor, la despejó totalmente:
-Preparar
vuestros equipajes, todo lo que tengáis, que voy a recogeros.
-No, Miguel, no
hace falta-respondió ella. Nos marchamos a mi país dentro de una hora.
-¡No puede ser;
me habías prometido cenar conmigo y ya está todo encargado, espera a que pasen
estas fiestas.
-No, es mucho
tiempo y no puedo vivir de lo poco que nos queda ahorrado; no insistas, he
decidido el viaje para hoy mismo.
Oyó a Miguel respirar agitadamente y gritar
una blasfemia, cortó la llamada en seco y la dejó desconcertada. Vistió a la
niña, cerró el equipaje, y salieron a la calle en un día sin nieve ni lluvia.
El sol quería imponerse sobre la niebla matinal sin lograrlo. Olía a chocolate,
a castañas asadas, ¡a Navidad!
Esperaron el autobús que las llevaría al
aeropuerto junto con más viajeros. Cerca de ellos, varios comercios exhibían a
Papá Noel sentado en su trineo tirado por varios renos en la nochebuena para
repartir regalos a los más pequeños. Alina, lo señaló con su dedito y dijo
saltando alrededor:
-Quiero muñecas
y ositos.
Nadie le respondió;
un nudo grueso atenazó la garganta de la mamá y tiró de su hija hacia otra dirección para que dejara
de ver al viejo de barba blanca. Bolas doradas, piñas y cintas rojas,
campanitas verdes y todo tipo de adornos navideños colgaban de un pinito que
adornaba la fachada de una tienda de ropa. Cati se dio cuenta entonces de lo
poco que pesaba su maleta, pues en ella no llevaba apenas prendas de vestir
Llegó el autobús y todos subieron a él; Alina
echó una última mirada a Papá Noel, le mandó un beso con su manita y su boca y
partieron hacia el aeropuerto que las llevaría a Rumanía.
Aún faltaban dos
horas para que el avión despegara y no habían tomado más que un vaso de leche
que camelia les ofreció al salir. Iban a pasar a la cafetería, cuando un fuerte
tirón del bolso de Cati les hizo girarse
asustadas y dar un grito de alarma al pensar que iban a ser atracadas. Al ver a
Miguel con varias cajas y bolsas, Alina se le echó en los brazos esperando que
las abriera.
-No, pequeña,
esto lo deberías abrir tú; pero te marchas, mamá quiere que os marchéis, y aquí
es imposible desenvolverlo todo. Cuando lleguéis a casa, espero que te gusten
los regalos que te traigo con toda la ilusión.
La niña lo abrazó tiernamente y le dijo agradecida:
-¡Gracias, Papi, te quiero mucho!
En los ojos de Miguel había lágrimas, y
también, una pregunta que sus labios no se atrevieron a pronunciar. Cati la
adivinó pero tampoco pudo responder. Avanzaron ambos unos pasos y unieron sus
bocas en un deseado beso que duró largo tiempo.
-Es el beso más dulce que jamás he recibido.
Sonrió con tristeza y dijo emocionada:
-¡Quizá algún día!…
Fin.
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