Mi abuelita era como esas hadas de los cuentos pero sin varitas mágicas, ella tenía el prodigio en sus manos, su voz y sus ojos.
Cuando venía de la cocina con su andar ligero un rico olor a café y tortilla me hacía seguirla como si estuviera bajo su influencia.
Ella me sonreía y su mano me dirigía hacia esos manjares que devoraba como si supiera que tiempo después ella se iría dejándome ese vacío que nunca pude llenar.
Cuando mis manos recorrían los surcos de su rostro mientras me leía una historia de santos o de personajes fantásticos, parecía que su voz también tenía arruguitas por donde se quebraba el sonido de las palabras.
A veces cuando mi padre se enfadaba con migo, ella desarrugaba la voz para reprenderle y aquel hombre fuerte acostumbrado a luchar contra la adversidad
de la montaña, parecía un niño regañado.
Yo quería acompañarlo al bosque pero no me dejaba, entonces me metía en la cama llorando hasta que lo seguía con el pensamiento.
Juntos llegábamos hasta el río y tomábamos agüita fresca, luego él, cortaba flores y me las daba a oler; éramos libres como el viento en la montaña, así me quedaba dormida hasta que la voz dulce de la abuela anunciaba su regreso por el camino de las ovejas donde no me quería adentrar porque el contacto de su lana no me gustaba y tampoco hoy lo soporto.
Recuerdo que un día, me dijeron que tenía que irme lejos a una escuela para niñas ciegas como yo, mi abuelita me besaba pero sus palabras dulces tenían un sabor salado que salía de sus ojos y como a ella, también mi padre por primera vez adquirió esa voz rugosa que quiebra las palabras.
Pasaron los años y un día, desperté en el colegio de monjas donde la voz de la abuela se filtró suave, lenta, no escuché sus pasos ni sentí el aroma del café y las tortillas, pero era ella quien me daba un beso de despedida.
No, no fue el viento que acarició mi mejilla, tampoco su ulular el que engañó a mis sentidos, era abuelita por eso cuando algunas horas más tarde llegaron de mi casa para llevarme, no fueron necesarias las palabras ella había partido y vino a despedirse.
Ahora mientras me tomo este café con tortilla, escucho la vieja voz de mi padre gruñendo y sonrío al pensar que si despierta mi abuelita, tendrá que callar y volver a su tiempo de infancia como a veces hago yo mientras duermo.
Autor: María Jesús Cañamares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario