Este relato que os presento de mi autoría lo mandé a un
concurso
gastronómico convocado por la revista CON MUCHA GULA. No resultó
premiado y aquí os lo dejo con mucho cariño y mejor apetito. ¡Que aproveche!
A BOCADOS
¡Decidido!: Mi
próxima y sabrosa ruta la haría por Cuenca y su provincia. Una ciudad encantada
y encantadora.
Estaba dispuesta a disfrutar a tope y comérmela a bocados
con mucha gula.
Partí a las 7 de la mañana de un Madrid asfixiante. Y al
llegar a mi destino, lo primero que hice fue encaminarme a la cafetería de la
plaza del mercado para tomar un buen café con churros recién hechos que me
supieron a gloria. Al entrar en el establecimiento, me llamó mucho la atención
la conversación que mantenían dos clientes:
– ¡Vaya
fresquete que hace, copón, y sin caer una gota!
–A mí lo
que me jode es esperar tanto tiempo para que me sirva este guacho, que no deja
de cascar y se van a poner los churros más blandos que un chicle. Parece que si
mueve el mondongo le da un apechusque.
-Ya lo he
llamao yo tres veces, y el samugo ni mirarme. ¡La madre que lo parió!
El aludido
me sirvió mi café con dos porras grandísimas que consumí de inmediato. Ya me
iba a levantar para pagar la cuenta, cuando volvió ofreciéndome una copita de
Resoli. Nunca había probado esa bebida, típica de la ciudad y quise antes saber
su composición. La
botella que la contenía llevaba talladas Las Casas Colgadas,
y el camarero me explicó que la bebida se componía de agua, café, anís o
aguardiente, corteza de naranja, canela y clavo. La curiosidad me picó y bebí
un sorbo. ¡Delicioso!, no pude evitar acabar la copa, y, agradecida, di propina
al chico y salí con la sonrisa en los labios recordando aquella conversación
tan peculiar de los conquenses.
Con el estómago
cumplidamente complacido, seguí mi camino en busca de un hotel donde alojarme,
pues no tenía intención alguna de volver a Madrid el mismo día. La ciudad
estaba llena de luz y alegría dada la estación primaveral en que nos
encontrábamos. No me fue difícil
encontrar hospedaje en el Hotel Parador De Cuenca, que se ubica en la Hoz del
río Huécar y antiguamente fue un convento. Dejé mi equipaje y salí para
observar la panorámica espectacular de sus alrededores mientras esperaba, junto con otros pasajeros, el coche que nos
llevaría por esa ruta.
Llegó a la media hora y nos dirigimos a Caracenilla para
probar sus variados y exquisitos quesos hechos en la quesería La ermita.
Queso omega curado; de oveja al romero; de oveja con aceite;
tierno; de mezcla; queso de cabra; allí todo tiene cabida. Todos entraron en mi
paladar y se deslizaron por mi estómago. Sin duda el que más me satisfizo fue
el tierno y de ellos compré.
Seguimos la ruta y desembocamos en un puente romano muy bien conservado. Las vistas
paisajísticas no podían ser más bellas.
El autobús nos transportó a un mesón para comer, o almorzar,
como llaman allí a la comida del mediodía. Un local acogedor en el que pudimos
probar manjares típicos de esta ciudad. El primer plato que nos presentaron me
revolvió las tripas. Se llamaba zarajos, y cuando supe que se trataba de carne
y tripas de cordero, no pude disimular mi rechazo. Venían pinchados en un
palito. El camarero, sonriendo, me invitó al menos a probarlos.
-Señorita, no le haga ascos, no lo mire, llévelo
directamente a la boca y verá como son exquisitos.
Obedecí con la náusea a punto de estallar. Pero ciertamente,
su sabor era delicioso. Nada tenían que ver el aspecto con el gusto. No había
acabado de coger el último zarajo, cuando en la mesa depositaron otros platos
con morteruelo. Parecía puré pero nos explicaron que es una pasta con carne de
perdiz o codorniz, tan abundantes en los montes conquenses, más hígado de
cerdo, todo ello cocido y aderezado con pan rallado que luego era triturado
formando dicha pasta. Unas chuletas de cordero
a la brasa siguieron llamando a mi estómago, que no pudo resistirse a la
tentación de comerlas. Notaba la pesadez de una comida fuerte que no estaba
hecha para mí, sin embargo, cuando llegamos a los postres y me presentaron una
torta de alajú, hecha a base de almendras, pan rallado tostado, especia fina,
miel y obleas, cuya receta data de la época andalusí según nos dijo la guía
turística, la boca se me hizo agua y la voluntad añicos. No pensé que en unas
horas pudiera caberme tanto manjar en el cuerpo, ni tan variado.
Volvimos al autocar con fuerzas renovadas, e hicimos parada
en el casco
antiguo de Huete para ver la histórica Iglesia de San Pedro y vimos
sus los túneles que tiene bajo tierra. Paseamos charlando animadamente sobre
las antiguas murallas de la localidad y subimos hasta lo más alto de Santa
María de Atienza para divisar una increíble panorámica de toda la zona.
Empezábamos a
cansarnos; había sido un viaje intenso, sin desperdiciar minuto. Pero la guía
anunció que faltaba lo mejor, a su parecer. Y el coche paró en las Bodegas Pago
Calzadilla, donde nos ofrecieron una cata de sus variados vinos. Pensé que esa
noche dormiría en el automóvil, sin ser capaz de llegar hasta mi hotel, tal era
el revuelto que llevaba en mi cuerpo. En dichas bodegas hacía frío y yo no me
había provisto de prendas de abrigo. Imitando la jerga conquense, miré a la
enóloga y le dije con sorna:
-¡Aquí
hace fresquete!
-No se
apure usted que pronto se calienta el motor.
Las bodegas y el viñedo estaban ubicadas en una zona rodeada
de montañas en mitad de la Alcarria, con suelo algo pobre pero un viñedo muy
rico y bien cuidado. Los licores se elaboran de forma artesanal, Recogen la uva
de las cepas metiéndolas en cajas y rápidamente las introducen en cámaras
frigoríficas para que fermenten. Es un trabajo duro y que requiere mucha
profesionalidad, nos dijeron. Compramos cada quién lo que más nos apeteció:
tintos, blancos, rosados, espumosos… y,
muy agradecidos por la amabilidad de sus dueños, nos despedimos para regresar a
Cuenca.
Al pisar el suelo de la ciudad, noté las piernas adormecidas
y la cabeza flotando en el espacio; no estaba acostumbrada al alcohol y había
mezclado bastante entre el vino de la comida, el resoli del desayuno y la cata
en las bodegas. Así que, pensándolo bien, dejaría para mañana la visita a la
ciudad encantada, el ventano del diablo, el río Cuervo y lo que el día diera de
sí. Ya no tenía fuerzas para permanecer despierta pero me sentía contenta de
haber podido disfrutar de esa ruta gastronómica tan deliciosa.
Me di una ducha de agua templada, cubrí mi cuerpo con un
camisón, y me metí en la cama. Al instante, un gran relax me embargó entera,
haciéndome sentir en el Paraíso Celestial.
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