Una vez más, empezamos el día discutiendo. Ya eran 12 años
de
ataduras y servilismo. Pero no podía quejarme porque siempre soltaba la misma ristra de refranes que me
sacaban de mis casillas:
–Zapatero, a tus zapatos.
Y yo, humillada ante sus _amiguetes_, me veía relegada a la
cocina para prepararles puntualmente su comida.
Cuando ya tenían los platos llenos, mi marido no dudaba en
mandarme de nuevo a cualquier sitio menos a su lado. Los amigos le amonestaban,
pidiendo mi presencia allí pero él
respondía siempre con otro de sus refranes favoritos:
–Molesta como piedra en el zapato.
Y en nuestras trifulcas casi diarias, no dudaba en decirme
aquello de que no le llegaba ni a la
suela de sus zapatos, enalteciéndose como si fuese un gran señor, mientras que
yo, a su lado, era una personita insignificante que solo valía para tareas
domésticas o caprichos corporales.
Mil veces me planteé escapar de su lado, incapaz de
soportarlo por más tiempo. Y cuando se lo decía, recibía la amenaza por
respuesta.
Pero él sí se ausentaba muchas noches de la casa sin dar
explicaciones.
Volvía a veces ebrio y al día siguiente desaparecía de nuevo
sin dejar rastro. Cada vez llegaba menos dinero a mis manos y no sabía en qué
otro lugar se quedaba, aunque comencé a sospechar…
Y una de aquellas noches, en las que el sueño se negaba a
ayudarme, desde mi alcoba matrimonial escuché siseos, y hasta gemidos. Pensé
que sería el perro llamando al del vecino. Pero cada vez esos gemidos iban en
aumento.
Me levanté de la cama, cubrí mis pies con las chanclas y el
cuerpo con una bata. Con sigilo me dirigí al lugar de donde escuchaba aquellos
sonidos. Y…
¡Allí estaban, en el dormitorio que habíamos reservado para
las ocasiones en que nos visitaran las familias o amigos! Sí, claramente pude
distinguir, a la tenue luz de una linterna diminuta, dos figuras que retozaban
en la cama al ritmo de risas y gritos de gozo. No lo dudé. Eran ellos: mi
marido y su amante de turno.
Los increpé a ambos empleando todo el diccionario de la Real
Academia de la Lengua Española.
– ¿Qué es esto? ¿Por qué está aquí esta descarada? –inquirí
con toda mi furia.
Ella soltó una carcajada y respondió tranquilamente:
–Zapato de tres, de
la primera que llega es.
Siguieron su periplo sexual como si yo no fuera nadie.
Azotada cruelmente por el dolor y la rabia marché de nuevo a
mi habitación. Imploré al Cielo que me iluminara con alguna idea para salir de
este infierno.
Y cuando los ojos se me secaron, la luz acudió a ellos.
Antes de que saliera el sol y se complicara mi huida, me dispuse a preparar una
pequeña maleta con la ropa más precisa. Cogí mi móvil y la documentación, eché
la última mirada a la que fuera mi casa durante tantos años, y, decidida a no
volver la vista atrás, salí corriendo lo más veloz que pude para alcanzar la
carretera que me alejara de esas personas que tanto daño me estaban haciendo.
No había andado ni 3 kilómetros, cuando detrás de mí, sonó
una potente voz masculina, que me sobresaltó. Volví los ojos y encontré la
mirada turbia e iracunda de mi esposo. Sus palabras resonaron en el campo como
los truenos de una gran tormenta:
– ¿Adónde vas, desgraciada? Vuelve a tu sitio que es lo que
debe hacer una mujer de su casa.
Me negué, tratando de soltarme de aquellas garras que me
sujetaban los brazos fuertemente. Lo empujé hasta hacerle tambalearse y cayó al
suelo, dando su cabeza contra una piedra.
Bramó, me maldijo, y yo seguí negándome a volver a su lado.
Entonces recordé otro refrán que no vacilé en espetarle:
–A la fuerza, ni el zapato entra.
Eché a correr de nuevo, dejándole blasfemar a gusto pero
mirando a todas partes por si me seguía. Creo que más que correr, volaba,
porque ni siquiera me di cuenta de que esa mañana no me pesaban los pies como
otras veces. Cuando dejé de oír sus gritos me tranquilicé. Frené el paso y al
borde de la carretera me paré para tomar aliento y un poco de agua fría que
llevaba en la mochila. Nadie pasaba por allí y mi temor era no poder alejarme
demasiado del lugar.
Pensé en subir al primer auto que me llevara a otro lugar.
Pero me daba terror tanto si el chófer era conocido, como si no lo era. Siendo
del pueblo, seguramente diría hacia dónde me había dirigido y pronto me
encontraría mi marido. Si era un desconocido quien me ofrecía ayuda… ¿Dónde
iría a parar? NO tenía experiencia de la vida; nunca salí de mi aldea natal.
Allí me crie y casé; allí empezó mi sufrimiento al lado de un hombre sin
corazón. Y precisamente, de ese lugar quería huir para siempre.
Las horas pasaban angustiosas para mí, sin ver un alma por
los alrededores. Hacia las seis de la tarde, escuché un ruido de motor cada vez
más próximo. Me asusté pensando si sería nuestro coche. Pero al tenerlo ante
mis ojos vi que era el de una patrulla de policía. Se bajaron y me interrogaron
para averiguar dónde iba.
–¿Podemos ayudarle en algo, señora?
Dudé si contarlo todo o rechazar su ofrecimiento. Temía que
me estuvieran siguiendo haciendo cumplir las órdenes de búsqueda de aquel
hombre que se empeñaba en poseerme a toda costa.
–Pues… no, gracias, no necesito más que una cosa, y ahí creo
que ustedes pueden intervenir en mi favor. Pero temo a mi marido –les dije
temblando: Deseo alejarme de él para siempre, por lo tanto, les ruego que no me
busquen más.
Uno de los policías escribió algo en su Tablet, y después me
aseguró que no iban en mi busca, sino en acto de servicio. Volvieron a
ofrecerme su ayuda, y yo se lo agradecí pero desistí.
El otro agente, que hasta ese momento no había despegado sus
labios, preguntó:
–Señora, ¿no sería mejor venir con nosotros y poner denuncia
en la comisaría si tan mal le trata su marido? ¿Qué va a hacer, sola y sin
protección alguna? ¿Dónde piensa ir a pasar la noche?
– ¡Donde me lleven mis zapatos! –respondí, tajante y segura
de mí misma-. Son viejos y están desgastados pero confío en que todavía sirvan
para alejarme de aquí definitivamente.
María Jesús Cañamares Muñoz