Cuando
sirvieron la comida, Luis dijo solemnemente a su mujer y a sus dos hijos:
“Mañana
iremos al asilo a ver al señor Julio. para mí es muy importante, pero ya os
contaré la historia”.
Todos
vivieron el resto del día pendientes del viaje. Los niños se preguntaban qué
sería aquello y porqué papá estaba tan excitado…
Al
día siguiente temprano, partieron hacia la residencia. Al llegar, el celador
los condujo a una sala enorme donde varios abuelos jugaban a las cartas, veían
la televisión, o, como el señor Julio, dormitaban aburridos en un sillón. Luis
se acercó a él, y, abrazándolo cariñosamente le dijo:
“¡Despierte,
buen hombre, vengo a verlo con mi
familia y lo encontramos aquí amodorrado a las 12 de la mañana, ¿no ha dormido
esta noche?!”
El
señor Julio, sorprendido y emocionado,
lo reconoció inmediatamente aunque sus ojos no podían verlo. Lo abrazó y le
susurró con amargura:
“¿qué
quieres que haga? ¿Cómo se te ocurre traer a estos niños tan pequeños a esta
casa llena de miserias”
Luis
puso a Sandra y a Javier en los brazos del anciano, y los niños le besaron
y entregaron sus regalos. Julio se
relamía al oler las chocolatinas. Pero al desenvolver el paquete que le entregó
Javier quedó extrañado sin saber qué contenía. Los niños le dijeron que era un
lector, un aparatito con el que podría leer libros o escuchar música, muy
sencillo de manejar. Él, incrédulo, les sonrió diciendo:
“Los
niños os las sabéis todas, pero los abuelos no hemos conocido nunca la
tecnología moderna”
Pasaron
dos horas muy agradables enseñando al señor Julio a manejar el lector, y cuando
se fueron, él ya sabía cómo leer. Los niños quedaron muy impresionados al ver
lo solo que se encontraba, y a la vez se
alegraron de haberle llevado el aparatito para que al menos esa soledad se hiciera más tenue.
Por el camino, el papá les contó la historia:
“Cuando
yo sólo tenía 12 años, mis padres, (vuestros abuelos), murieron en un accidente
de tren. Yo me salvé porque no iba con ellos en ese fatídico viaje. No tenía a
nadie que me amparase, ni sabía hacer nada en casa. Me vi obligado a mendigar
por las calles y en una ocasión acudí a un señor ciego que vendía lotería en un
quiosco. Llevaba 3 días sin comer y así se lo dije. Él me llevó a un bar y dijo
al camarero que me dieran todo lo que se me antojara y luego le pasaran la
factura. Comí opíparamente aquel día, pero en mí quedó marcada la huella de la
generosidad del señor Julio.
Ya
no volví a pedirle comida por más que me
ofreció el bocado cuando lo necesitara; me daba vergüenza recurrir a un señor
que tenía pocos medios para ganarse la vida y que estaba expuesto a la
intemperie a diario. Yo trabajé duro desde que murieron mis papás: lavé coches
de señoritos; limpié portales y garajes; ayudé en el campo… Hasta que ahorré
algún dinero y pude abrir mi carnicería. Hace poco tiempo, por una clienta me
enteré del ingreso del señor Julio en ese asilo; ya no podía vivir solo en casa
y tampoco quería ser una carga para sus hijos… Muchas veces he pensado que si
vosotros quisiérais, lo traía a casa.”
Los
niños aplaudieron a su padre, gritando y pidiéndole a mamá que aceptara adoptar
al señor Julio como abuelo, ellos nunca habían conocido a los suyos y querían
oírle contar historias, jugar con él y llevarlo de paseo. Elena, que tenía un
hermoso y gran corazón, aceptó tras titubear un poco. El día de San julio, Luis fue a buscarlo y le
dijo que le tenían un gran regalo en casa. Cuando llegaron, los niños saltaban
y lo abrazaban llenos de contento. El hombre, lleno de emoción, preguntó dónde estaba su regalo, y los dos
muchachos, cogiéndolo de la mano, lo llevaron a una habitación donde le tenían
preparadas toda suerte de comodidades, ¡Incluso un ordenador con programas
adaptados para poderlo manejar! Solemnemente y a dúo, le dijeron:
“¡Abuelo,
nuestro regalo es esta casa en la que vivirás para siempre con nosotros, porque
te vamos a adoptar!”
Desde
ese día, el señor Julio ya no sufre ni llora,
no está solo. ¡Es el abuelito
adoptado en la casa de aquél a quien un día libró del hambre y la penuria!
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