Aquel día, al llegar al trabajo, mi corazón dio un
vuelco. No sé por qué, intuía que desde ese momento, tendría que pasar por
situaciones insospechadas. Recorrer caminos tortuosos y cumplir una misión nada
fácil.
Los encontré en el jardín. La primavera se hallaba en
todo su esplendor, exhibiendo flores variadas, mariposas de mil colores que
iban y venían en busca del néctar. Pájaros que trinaban haciéndose la
competencia en un concierto sin igual.
Era el mes de mayo y ellos jugaban a la margarita. A
la vez que la deshojaban, decían: “me quiere; no me quiere”, La última hoja
acabó en “me quiere” y sus rostros irradiaban una felicidad que contagiaba.
Hacía meses que se les veía pasear de la mano por cualquier lugar, del Centro
de limitados intelectuales, o de fuera. Y si una se paraba cerca de ellos,
solíamos escuchar a Julián susurrarle a ella: “Tú y yo…”
Esa tibia mañana, llegaron más lejos. Él la cogió por
la cintura y comenzó un intercambio de besos apasionados, ojos cerrados,
lenguas que recorrían la boca amada… Y en las pausas que se concedían para
tomar aliento, le decía, estrechándola cada vez más fuerte contra su pecho:
-Tú y yo tenemos que luchar sin descanso para defender
nuestro amor. Para que nuestras vidas acaben juntas. Tú y yo tenemos que
casarnos, por derecho y por amor... Ella afirmaba con la cabeza, pero en el
fondo tenía miedo. Miedo al futuro, a las familias, a la Sociedad que siempre
los miraba de forma “diferente”. Antes de que pudieran llegar a algún punto
peligroso, me acerqué y traté de llevarlos junto al resto de compañeros. No
sabía cómo hacerles ver que ese comportamiento delante de todo el mundo, no era
correcto. Hice acopio de valor y les amonesté: -¿Pero qué hacéis? ¿No sabéis
que os mira la gente y eso no está bien? Se miraron, y después, me miraron a
mí. En aquella mirada había indignación, reproche. Pero nadie habló. Se
separaron y cada cual ocupó su lugar en el taller. Julián pintaba maravillosos
cuadros que luego vendía. Primero creaba bustos o figuras desgarbadas, pero con
el tiempo adquirió una maestría inusitada que le llevó a exigirse cada vez más
perfeccionamiento, y sus pinturas llegaron a ser expuestas junto con los de
pintores famosos de Cuenca y provincia. Anna se extasiaba mirando aquellos
lienzos e intentaba convencerlo para que le dedicara uno, pero él siempre le
decía que para ella, nunca pintaría el lienzo adecuado porque la figura más
valiosa era ella misma. Sin embargo, a mí me daba la sensación de que ocultaba
algo. Sospechaba que en algún lugar, él estaba preparándole una gran sorpresa.
Anna en cambio, se decantaba por la cocina. Su madre siempre la vio como al
resto de hijos, preparándola a conciencia para que, si deseaba
independizarse del hogar familiar, supiera desenvolverse lo mejor posible en la
vida.
Desde que comenzara el horror de la guerra con Rusia,
madre e hija vinieron a refugiarse en España dejando a su padre y 3 hermanos
más combatiendo por la patria. Estaban en casa de unos parientes y mientras
la
madre trabajaba en lo que le ofrecían, la joven practicaba la gastronomía
española, unas veces en casa de esos parientes y otras aquí en nuestros
talleres, siguiendo un programa de capacitación. Así, a veces, nos traía dulces
confeccionados con esas manos tan finas con que la Naturaleza la había dotado,
haciendo las delicias de compañeros y profesionales. Cada manjar era para ella
un triunfo, y para Julián, la ocasión perfecta de abrazarla y besarla con el
pretexto del agradecimiento. De la familia del chico, poco sabíamos. El padre
jamás vino para interesarse por sus progresos y la madre desapareció del hogar
nada más darlo a luz. Era hijo único, y a sus 25 años, no sabía lo que era una
familia unida y sólida. Para el día siguiente, habíamos preparado una visita al
Parque Natural del Hosquillo. A las 10 de la mañana, todos estábamos subiendo
al autobús que nos había de llevar. En el móvil de Julián se escuchaba a todo
volumen la canción de José Luis perales titulada Entre tú y yo, y,
naturalmente, todos sabíamos la intención con que la puso. “Entre tú y yo Hay
algo más que la complicidad Hay algo más que amor, hay algo más…” Anna se había
sentado a su lado, más guapa y feliz que nunca. Lucía un vestido rosa con
escote y sin manga, y sujetaba su cabello, negro como el azabache y largo hasta
cubrirle la cintura, con una diadema del mismo color. Se cogieron de la mano y
así recorrieron los 46 kilómetros que duraba el viaje; riendo, cantando,
hablándose con los ojos más que con la boca… ¡NO he visto jamás almas más
compenetradas y cuerpos más ardientes que los suyos! Me causaban a la vez,
miedo y admiración. Al legar, visitamos el Museo, el Centro de Interpretación,
y los distintos recintos donde se ven animales en condiciones de semilibertad
(ciervos, muflones, lobos. Por último vimos el Rincón del Buitre y
el recinto de los osos. Y fue aquí, donde tuvimos un espectáculo divino que
recordaríamos por muchos años. Las hembras estaban en celo y los machos las
cortejaban con mucha galantería y tesón. Por un instante, observamos cómo uno
de ellos había logrado conquistar a su osa y ésta se rendía ante tales
requiebros de amor. Los chicos no se movían; aquel mágico momento querían
grabarlo en sus retinas para siempre. Las chicas se miraban y hacían
señas, dirigiendo todos los ojos hacia Anna y Julián, que en ese instante se
abrazaban con verdadera pasión y sonreían con complicidad no disimulada. Uno de
mis compañeros se acercó y me dijo:
-Estos chicos no
saben comportarse. Algún día tendremos problemas si no los separamos. Esto lo
tenemos que arreglar tú y yo.
No le respondí. En el fondo pensé que no había nada que
arreglar. Que los jóvenes estaban enamorados y eso solo a ellos concernía. Sin
embargo, les hablaría en cuanto llegáramos a clase al día siguiente. No hizo
falta esperar. En el coche, de regreso a casa, Julián me pidió sentarse junto a
mí, y sin preámbulos, me lo confesó:
-Lo siento, profe. No me porté bien para algunos. Pero no me
arrepiento. Tú tienes pareja e hijos, ¿verdad? La pregunta me sorprendió, pues
de sobra conocían ellos a mi familia. Pero afirmé con la cabeza ya que la
emoción no me dejó hacerlo con la boca.
-Y supongo que también os besáis, os acariciáis… Y hacéis el
amor…
-¡Basta!, esas cosas son íntimas y no se preguntan. Ve
a pintar y procura que no sepan todo esto tu padre o la madre de Anna. Tampoco
aquí en el cole, porque podría costaros algún castigo.
-¿Por qué? ¿No tenemos derecho a ser felices, a
enamorarnos, casarnos y formar nuestra familia como vosotros? ¿Acaso somos
diferentes? No, no lo somos. Ella es tan mujer, tan hembra como tú; yo, tan
hombre, tan macho como tu pareja. La diferencia la marca esta sociedad que no
nos quiere admitir en su seno. Pero aquí estamos, y no tendréis más remedio que
aceptarnos con nuestras carencias y virtudes, igual que nosotros encajamos las
vuestras.
Ante tales argumentos, quedé anonadada, sin encontrar una respuesta
que al menos aplacara ese momento de indignación fundada. Pero, ¿qué podía yo
hacer en favor suyo? Estaba sola ante el peligro. No quería enfrentarme a las
dos familias sin el apoyo de la Dirección o de algún compañero. Pero tenía
claro que sí quería ayudar a estas dos almas que merecían ser felices. Pedí al
chico que repitiera todo el discurso anterior para grabarlo en mi móvil y
poderlo mostrar después en caso necesario. Le prometí ayudarles y ambos nos
separamos amistosamente. Aquella noche, y las diez siguientes, no me fue
posible conciliar el sueño, dándole vueltas a mi misión en favor de aquella
pareja que día tras día, imploraban comprensión y apoyo. Hasta que, tras mucho
pensar, decidí la fecha perfecta para mi papel en la comedia:
El día en que Anna cumplía 22 años, habría de intentar darle
el mejor regalo de toda su vida.
Lo que no podía yo sospechar, era que ellos, también me
darían la mayor sorpresa que jamás he recibido. Julián y yo habíamos reservado
un lugar romántico para la fiesta.
Al padre de él le pedimos que, por una vez en la vida, fuera
con su hijo a una entrevista muy importante para él. Alguien le quería dar una
oportunidad laboral y era conveniente acompañarlo al encuentro. ¡Solo yo sé
cuánto le rogué hasta convencerlo!
La madre de Anna, sabiendo que era el cumpleaños de su hija
y que yo quería hacerles un regalo, no puso objeción alguna a ir con ella al
Piola Gastrobar que se hallaba en la calle San Pedro del Casco Antiguo, en una
de las zonas más históricas de la ciudad.
Allí nos encontramos a eso de las 8 de la tarde. Anna
tenía mala cara, aunque su alegría y vitalidad eran las de cada día. Julián en
cambio, estaba serio, grave, como si fuera a tomar una gran determinación. Los
padres se saludaron con un apretón de manos tras ser presentados por sus
respectivos hijos. Y yo fui efusivamente abrazada y besada por todos, como si
con esos abrazos quisieran pagar mi apoyo a los chicos. NO me olvidé de aquella
nota de audio que un día grabé sin que él lo notara. Si hacía falta, con ese
audio quedaría todo dicho y yo me libraría de tener que enfrentarme a los
progenitores de ambos para reivindicar su perfecto derecho de unirse para
siempre. La cena fue exquisita; el lugar, de encanto. Y al terminar el postre,
Julián entregó a Anna una caja enorme. Intuí que albergaría el lienzo que ella
tanto deseaba que le dedicara. Pero al desenvolverlo, la decepción fue tan
grande, que al verla reflejada en mi cara, todos rieron a carcajadas. Por fin,
de aquella caja tan desmesurada, salió… ¡un precioso anillo de prometida! Al
verlo, ambos padres protestaron a la vez:
-¿Qué significa esto, hijo? ¿Crees que tú puedes mantener
y cuidar a una chica? ¿No tenemos ya bastante contigo y en tus condiciones?
La sangre me hervía de rabia e impotencia. Esperé el
turno de la madre de Anna antes de hablar yo.
-¿Pero estáis locos? ¿Cómo se os ocurre que…
No le dejé acabar. No pude más y saqué el teléfono,
mostrándoles el audio con la voz del chico, quien estaba poniéndole
el anillo a su amada tranquilamente. Al escuchar unas razones tan llenas de
lógica, y ver una tenacidad grande por parte de la pareja, el padre de él se
levantó del asiento, y con respeto pero sin aprobar aquella relación, quiso
marchar. Entonces Anna, sujetándolo por un brazo con dulzura, le suplicó que
esperase algo más. Cedió. Ella me miró, y con un gesto de la mano, señaló su
vientre.
-Vamos a la catedral, profe.
-Está cerrada –le respondí-.
-No importa, Dios escucha bien, aunque las puertas no
se abran. Y yo tengo algo que decirle. Al llegar a la Catedral, la joven se
abrazó a su novio y le dijo:
-Cariño: dentro de siete meses ya no seremos “tú” y
“yo”. Seremos tres: yo, tú y él o ella.
Seguía con una mano en las entrañas, y aquella fue para
todos la mayor alegría y sorpresa, que podíamos recibir. La
vitoreamos, abrazamos, acariciamos su abdomen en busca de la
certeza. Pero aún no se notaba ninguna señal de que allí se estaba formando
otra vida. En ese instante, todos nos preguntamos a la vez cómo y dónde habría
pasado. Si la pareja lo sabía, nada dijeron. Lo único que pudimos saber fue que
ese nuevo ser que vendría al mundo en pocos meses, había sellado su amor; había
conseguido demostrar al mundo que nadie es diferente, que todos podemos, con
ayudas o sin ellas, cumplir los retos más difíciles que la vida nos ponga.
Ellos montarían un negocio que llevarían entre ambos, una empresa de catering
que el joven montaría con sus ahorros y donde Anna mostraría las habilidades
culinarias. Su madre cuidaría al bebé mientras llegaba la edad de
escolarización, y después, se uniría a la empresa para trabajar.
Y yo… Yo les dejo con el enorme orgullo de ser testigo
y partícipe en esta preciosa historia de amor, que nos debería dar respuesta a
la siguiente pregunta: ¿Por qué los llamamos “diferentes”?
María Jesús Cañamares Muñoz