Un día
más me sumerjo entre las estanterías de la biblioteca pública Fermín Caballero
de Cuenca para homenajear a los miles de volúmenes que alberga en distintos
formatos para satisfacer los gustos y necesidades de sus fieles lectores. Como forma de homenaje escojo un monólogo que
mantengo conmigo misma aunque si alguien me escucha hablar sola, no sentiré
ningún pudor. Porque hablar de un
libro es hablar de un amigo, y hablar de un
amigo es un orgullo, más aún cuando nos acompaña y comparte los buenos y malos momentos de nuestra vida.
Dicen
que el perro es el mejor amigo del hombre; para mí, el mejor amigo es un libro.
El
discapacitado vive a veces con la apatía y el aburrimiento. Tiene que llenar
sus muchas horas de asueto de alguna forma. Pero, en cualquier caso, siempre
hay un libro que leer. El libro es nuestro mejor maestro de la vida… Es
innegable
Que leyendo siempre salimos más enriquecidos, puesto que nos
documentamos. Sobre geografía, si leemos libros de viajes, sobre historia, si
versan sobre esta materia, o simplemente sobre la condición humana si escogemos
obras
testimoniales o de cualquiera de las relaciones humanas. Leyendo siempre se
aprende algo y nos cultivamos un poco más.
testimoniales o de cualquiera de las relaciones humanas. Leyendo siempre se
aprende algo y nos cultivamos un poco más.
Debo aclarar que debido a mi condición de sordo-ciega, el
acceso a la cultura y la información me lo permite siempre un libro en sistema
Braille. Los puntos que rodean los dedos de mis manos se convierten en hermosas
palabras, éstas en fantásticos paisajes, en buenas y malas gentes que pasan por
las páginas del libro como si de un tren se tratase. Mis libros son amor, odio y cansancio, malestar y bondad, pero
sobretodo es una aventura, una especie de Everets que tengo que escalar poco a
poco. Y con el cansancio de haber
terminado la lectura de un libro, sin casi darme tiempo a descansar, pongo las manos sobre otro manojo de puntos, que en
palabras vuelven a meterse por los poros de mis dedos, que llegan hasta esa
zona de nuestro ser donde las lágrimas, la alegría, las sonrisas se construyen y
elaboran. Donde las risas salen a flor de piel.
Un libro, es un
ser vivo, su exterior, las tapas, tienen la suavidad de la piel de una mujer,
su interior, Contiene el pensamiento del autor, y lo escrito en él, es el alma,
ya que nunca muere, vive en el tiempo infinito.
Durante mucho tiempo hubo dudas sobre la capacidad de lectura de los no
videntes y más aún, de los sordo ciegos. Incluso una revista (Matilda Ziegler Magazine for the
Blind) anunciaba en 1907 la publicación de su primer número, perfecto ejemplo
de aquella desconfianza Decían textualmente:
“Prescindiremos de
muchos poemas y cuentos en los que se alude al sentido de la vista. Tampoco
publicaremos alusiones a los claros de luna, los arco-iris, la luz de las
estrellas, las nubes o los bellos paisajes, porque solo sirven para acentuar la
percepción que tiene el ciego de su aflicción”.
¿Aflicción? ¿Por qué?
Me revelo contra esta idea; me río de quienes piensan que la sordoceguera
impide el acceso al universo mental de los que ven y oyen. El silencio y la oscuridad que, según dicen, me
encierran, abren mi puerta, de una manera mucho más hospitalaria, a una
infinidad de sensaciones que me distraen, me informan y me divierten. Mis tres sentidos
restantes y fieles, (tacto, olfato
y gusto, me guían fielmente en mis excursiones
a esa región limítrofe de la experiencia que se encuentra a las puertas de la
ciudad de la Luz. Todos tenemos ojos cuando abrimos un libro. Dejamos de lado
nuestros problemas, el mundo oscuro donde vivimos, y nos metemos de lleno en el papel de un personaje. Me pongo en su
lugar, veo con sus ojos, escucho con sus oídos, vivo
sus penas o alegrías. Las
casas, la gente, las montañas, el mar, las estrellas, las nubes, el arco-iris, todo
se presenta ante nuestros ojos, lo imaginamos de una manera parecida al resto
de la gente. Por eso es tan importante para nosotros tener los libros a mano.
La
información va del braille a la punta de los dedos, y de ahí a nuestra mente. Un libro, de cualquier índole, es,
para mí, una fuente inagotable de conocimientos, a la que estamos invitados
todos a beber de ella.
Un libro es cada
uno de los infinitos y distintos frutos que proporciona el árbol del bien y del
mal que se alza, espléndido, en el mismísimo centro
del paraíso terrenal del
conocimiento, plantado, regado, abonado y mantenido por el único y verdadero
Dios del saber que adopta nombres y más nombres que vamos archivando en
nuestra memoria.
He entrado, sin
miedo, en este edén y he sucumbido siempre a la tentación de la maravillosa
serpiente de la sabiduría a fin de probar el máximo número posible de los frutos de
ese árbol para no hablar por boca ni gusto de otro.
Por absurdo que parezca,
a veces, como lectora enamorada del libro mantengo interminables diálogos con
ellos, y hasta los imagino riñéndome porque no los entiendo, riéndose de mí
porque lloro con sus historias tristes; o incluso diciéndome con cierta sorna
en sus letras:
-Algunos nos tenéis
miedo... Otros, aversión.... muchos, indiferencia... otros gastáis dinero en
nosotros, nos vendéis o compráis para llenar armarios enteros y presumir de
cultura y luego nunca entráis en
nuestros entresijos.
Pero, ay de aquellos que,
de repente, superando casi el pico más alto del mundo, la fosa más profunda del
Pacífico, se arriesga a tocarnos, abrazarnos,
abrirnos, destrozarnos, y
finalmente... como una aventura que nunca imaginó, leernos”.
Y no tengo más remedio
que darles la razón.
Sí, yo
fui una de las afortunadas que, sacando fuerzas de flaqueza, probablemente en
alguna tarde de verano, casi sin planteármelo, con más calor que sueño, en
alguna de aquellas siestas que la abuela nos recomendaba echar, cogí de las estanterías
un hermoso volumen rojo, donde pondría
algo así como "Las aventuras de..." de algunos que luego fueron casi
mis compañeros de juego, batalla, amores y guerras: Miguel Strogoff, Robinson
Crusoe, o el mismo Silver de la Isla del tesoro. O, acaso fuese Peeter
Pan... Quizá los poemas de Antonio machado… No puedo recordar quién fue el
primero, pero sí he volado con los libros hasta lo más alto del mundo, he
navegado en tantas procelosas aguas, que casi se me juntan mi realidad con sus
letras.
Los
libros son esas hermosas Cajas de Pandora que, bajo sus gruesas pastas, sus
hojas de presentación y título, nos conducen
por lo que queremos ser, por lo que no sabemos ser, por aquellos mundos
imaginados e inimaginables que algún día, cuando de este mundo salgamos, querremos
recuperar.
Algo que sí tengo para mí, es que la
eternidad estará llena de vosotros, queridos y hermosos libros. la eternidad
existe porque existen los libros que no podemos leer en vida. Somos eternos, porque no podemos perdernos
tanta belleza oculta en los volúmenes.
Tengo claro que cuando
parta de este mundo seguiré leyendo porque el cielo es como la Gran Biblioteca
de Alejandría, donde un mosaico de laberintos, formado por cientos y cientos de
publicaciones, desde el poema de Gilgamesh, papiros egipcios, libros griegos,
hasta nuestra literatura más cercana, todo está allí, y es para disfrutarlo
durante toda la eternidad.
Seguiría
filosofando sobre vosotros, hermosos
volúmenes que ilustráis esta acogedora
biblioteca; pero las normas hay que respetarlas y la bibliotecaria nos ordena
salir, pues ha llegado la hora de cerrar.
-Tranquila,
-le digo hablando en voz alta por primera vez desde que entré aquí-, ya me voy,
pero déjame despedirme de todos estos tomos que tantas horas de mi soledad han
llenado, y que he acariciado con mis manos.
Dame
tiempo para prometerles que mañana y pasado y todos los días de mi vida volveré
a visitarlos, acariciarlos, y en mis despedidas les mostraré mi gratitud
infinita por haberme dado su saber, les diré una y otra vez cuánto significan para mí, y
finalmente les diré cómo los quiero.