Hasta que Bella llegó a mi vida,
todo eran tinieblas. No salía a la calle por miedo a ser atropellada; iba
siempre acompañada, y a veces me privaba de un paseo, una diversión por no
disponer de un guía. Sabía que ese no era el camino hacia la independencia,
pero el miedo podía más que la voluntad.
Un buen día, me llaman de la escuela
de perros guía de Rochester para recoger a mi nuevo acompañante. Los nervios y
la impaciencia me consumían. ¿Cómo sería? ¿haríamos buenas migas? Pronto lo
supe. La entrenadora nos dejó solas a mí y a una perrita labrador de 40 kilos
de peso y un pelo amarillo y fuerte. Nos acariciamos mutuamente, jugamos
revolcándonos en el suelo de la habitación, ella me miraba con ojos muy
abiertos como diciendo: no te preocupes, te seré fiel y nos divertiremos
juntas…
Ya en Jábaga, mi pueblo, con
la flamante perrita, mi casa era un
espectáculo, todos querían verla, tocarla, los niños hacían de ella un juguete;
le tiraban del rabo, de las orejas, y ella lo soportaba resignada aunque a mí
me desesperaban esas diversiones de mal gusto.
Un día descubro en Internet un concurso de relatos convocado por el
Ayuntamiento de Villamayor de Santiago; me encanta escribir, y además, quería
hacer una escapada para ver hasta qué punto Bella sabía guiarme fuera de los
recorridos rutinerios. Así pues, participé, y para mi sorpresa, fui premiada.
Había que ir allí a recoger el obsequio y yo no conocía absolutamente nada de
ese pueblo tan hermoso y grande.
Varias
personas quisieron acompañarme por miedo
a que nos perdiéramos pero me negué, si había ido a por un perro era para tener
independencia gracias a él, de modo que juntas, partimos en autobús. Bella se
tumbó bajo mi asiento tranquilamente y no se movió hasta el fin del trayecto.
Ya en el pueblo, varios vecinos nos orientaron para llegar hasta el
Consistorio, en cuyo salón de actos debía leer mi relato en público. A unos 20
metros de distancia, Bella tiró fuertemente de mí hacia atrás y un ruido
estridente me asustó.
Ella cayó al suelo inmóvil, y a nuestro alrededor
empezaron a oírse gritos e insultos, claxon de coches y sirenas de ambulancia.
Yo no supe reaccionar, no sabía lo que estaba sucediendo. Inmediatamente
acudieron varios vecinos con botiquines y agua para reanimar a mi perrita.
Ahora ya no oía insultos sino halagos: “¡Vaya animal más listo, qué buena, de
la que la ha librado! ¡Si no llega a ser por la perra, la habría machacado ese
coche; no hay respeto a nada ni a nadie!“
El veterinario fue avisado y allí
mismo puso a Bella una inyección para prevenir infecciones, pues le habían
herido en la pata izquierda. Le colocó un apósito y ella se levantó a los pocos
minutos intentando echar a andar. Pero los vecinos no cesaban de acariciarla y ensalzar
su valentía por haberme salvado de la muerte. En un instante, la plaza Mayor se
llenó de juguetes para Bella, y, de repente, me enseñó un enorme trozo de queso
manchego entre sus dientes que me ofrecía como si el regalo fuera para mí.
“¡Por guapa, por _salá-, por valiente!”, oía gritar a los vecinos.
Las lágrimas
me impedían articular palabra. El valor que le daban al animal fue el mejor
premio que podían darme. Y desde ese día, cuando alguien me pregunta cómo va la
vida, siempre respondo:
“¡Mi vida es bella!”
MARÍA JESÚS CAÑAMARES MUÑOZ